martes, 27 de diciembre de 2011

FERENCZI: EL ABUSO SEXUAL COMO CONFUSIÓN DE LENGUA.

FERENCZI: EL ABUSO SEXUAL COMO CONFUSIÓN DE LENGUA.

Dr. Sebastián León Pinto.
¿Quién está loco,
estamos locos nosotros o los pacientes?
¿Los niños o los adultos?
S. Ferenczi

Créale otra vez a su Neurótica, doctor Freud
I. Monzón

I. El retorno a Freud
Partamos por una constatación: el primer retorno a Freud es el de Sandor Ferenczi. Aunque sugerido desde mucho antes, es formulado con todas sus letras en 1932, y consiste en el regreso a una teoría y a una clínica que devuelvan su justo relieve al lugar del trauma. En palabras del brillante psicoanalista húngaro, se trata “de una regresión en la técnica (y también en parte en la teoría de las neurosis) que se me impuso por determinados fracasos o resultados terapéuticos incompletos”. En el contexto mismo del trabajo clínico, esto significa que “no hay que considerarse satisfecho de ningún análisis que no haya conseguido la reproducción real de los procesos traumáticos del rechazo originario, sobre el que reposa, a fin de cuentas, la formación del carácter y de los síntomas”.
Un año antes de su muerte, Ferenczi hace público un texto cuyo título es sugerente: “Confusión de lengua entre los adultos y el niño. El lenguaje de la ternura y de la pasión”. ¿Qué quiere decir esta ‘confusión de lengua’? ¿De dónde surge esta diferenciación entre un lenguaje de la ternura, asociado a la sexualidad infantil, y un lenguaje de la pasión, vinculado a la sexualidad adulta? Adelantemos que, con estas formulaciones, Sandor Ferenczi se adelantará en casi setenta años a recientes formulaciones psicológicas sobre el tema.
Ferenczi hace operar un descentramiento respecto de la biología pulsional freudiana. En efecto, aparece la consideración de que tanto el carácter como la neurosis son formaciones psíquicas que emergen fundamentalmente a partir de factores externos. Desde aquí, toda neurosis es neurosis traumática. La etiología de los procesos psicopatológicos sigue siendo sexual, pero ahora con desplazamiento del acento. Y entonces el retorno al primer Freud es manifiesto: “entiendo por ello la importancia atribuida recientemente al factor traumático tan injustamente olvidado en los últimos tiempos al tratar la patogénesis de las neurosis”.
En efecto, y todavía respecto de las neurosis, Ferenczi denuncia que “el hecho de no profundizar lo suficiente en su origen externo supone un peligro, el de recurrir a explicaciones apresuradas relativas a la predisposición y a la constitución”. Y esto no es sin consecuencias ideológicas, en tanto las teorías biológicas pueden servir para operar como dispositivos encubridores de múltiples formas de violencia social.
Sabemos que una de estas formas, de particular incidencia en la clínica, es el abuso sexual. Y a partir de este terreno, el psicoanálisis ha construido el refugio de una doble hipocresía profesional, que ha persistido por más de un siglo y hasta nuestros días. La primera dice: ‘no hay abuso sexual infantil, hay fantasía del niño’; la segunda reza: ‘la técnica psicoanalítica obliga a la frialdad’. Para Ferenczi, la “renuncia a la ‘hipocresía profesional’, considerada hasta ahora como inevitable, en lugar de herir al paciente le aporta un notable consuelo”.

II. Sobre abuso sexual y psicoanálisis.
En la historia del psicoanálisis, la desmentida de la realidad del abuso sexual ha sido no sólo sistemática, sino también vergonzosa. Basta una sola pregunta para abrir las sospechas: ¿por qué la teoría del complejo de Edipo no acompañó, en lugar de sustituir, a la teoría del abuso sexual? Otras: ¿por qué recurrir a la suavidad eufemística de “seducción” para hablar de la violencia del abuso sexual? ¿Cómo un debilísimo argumento freudiano, a saber, el de una pretendida imposibilidad estadística respecto de los numerosos padres abusadores, pudo convencer a tantos psicoanalistas? Un mismo prejuicio puede oírse de boca de más de algún analista contemporáneo: “en relación al abuso sexual es suficiente con el Edipo, los fantasmas y la perversión. Si el abuso existe, nada justifica su investigación, ya que es un tema regresivamente prefreudiano”.
Ya sea en el nombre de la ciencia biológica y su ideología genetista, del patriarcado y su inmaculada paternidad, o de una supuesta suficiencia omnicomprensiva del propio psicoanálisis, lo cierto es que no hay razón sensata para seguir sosteniendo el imperio absoluto de la fantasía sexual por sobre la facticidad material del abuso sexual infantil. No para desmentir ahora el campo de lo edípico, sino para volverlo mucho más complejo y entretejido con la verdad histórica. Urge, entonces, volver con Ferenczi al primer Freud: para desempolvarlo, para redescubrirlo, para reformularlo.
Ferenczi: un psicoanalista-síntoma. Reprimido por la institucionalidad psicoanalítica, sus ecos regresan, como retornos de lo reprimido, en nuestro nuevo siglo.
El abuso sexual hace de una infancia en desarrollo una fuente de psicopatología. Y es que “nunca se insistirá bastante sobre la importancia del traumatismo y en particular del traumatismo sexual como factor patógeno”. Forzar la significación de una experiencia traumática como mentira o fantasía no es sólo un modo eficaz de retraumatización, sino también una práctica de complicidad con la violencia sexual. Sobre todo considerando que “la objeción de que se trata de fantasías de los niños, es decir, de mentiras histéricas, pierde toda su fuerza al saber la cantidad de pacientes que confiesan en el análisis sus propias culpas sobre los niños”.
¿Y cuál es el ciclo habitual del abuso sexual? Primero, tenemos que “un adulto y un niño se aman; el niño tiene fantasías lúdicas, como por ejemplo desempeñar un papel maternal respecto al adulto. Este juego puede tomar una forma erótica, pero permanece siempre a nivel de la ternura. No ocurre lo mismo en los adultos que tienen predisposiciones psicopatológicas, sobre todo si su equilibrio y su control personal están perturbados por alguna desgracia, por el uso de estupefacientes o de sustancias tóxicas. Confunden los juegos de los niños con los deseos de una persona madura sexualmente, y se dejan arrastrar a actos sexuales sin pensar en las consecuencias. De esta manera son frecuentes verdaderas violaciones de muchachitas apenas salidas de la infancia, lo mismo que relaciones sexuales entre mujeres maduras y muchachos jóvenes, o actos sexuales impuestos de carácter homosexual”.
El lenguaje de la sexualidad infantil es la ternura; el lenguaje de la sexualidad adulta es la pasión. El abuso sexual resulta de una confusión de lengua: el adulto abusador ha interpretado como pasión aquello que era ternura.
Recordemos que el niño está en situación de dependencia respecto del adulto; la indefensión del primero contrasta no sólo con la autoridad, sino también con las amenazas del segundo, quien impone el deber de callar. Así, a lo traumático de la experiencia del abuso en sí mismo, se agrega un asfixiante sentimiento de responsabilidad y la “promesa muda de no decir nada (...). Para asegurar mejor el silencio, también un silencio interior: olvido, represión”. El proceso del abuso sexual está completado: de la seducción a la interacción sexual abusiva, y de ésta a la imposición del secreto y la ley del silencio.
La posición de autoridad y la fuerza de la amenaza contribuyen a explicar que la resistencia inicial, efecto del displacer, devenga pánico paralizante. En efecto, “es difícil adivinar el comportamiento y los sentimientos de los niños tras estos sucesos. Su primera reacción será de rechazo, de odio, de desagrado, y pondrán una violenta resistencia: ‘¡No, no quiero, me haces mal, déjame!’. Ésta, o alguna similar, sería la reacción inmediata si no estuviera inhibida por un temor intenso. Los niños se sienten física y moralmente indefensos, su personalidad es aún débil para protestar, incluso mentalmente, la fuerza y la autoridad aplastante de los adultos los dejan mudos, e incluso pueden hacerles perder la conciencia”.
¿Y qué sucede cuando la intensidad del miedo inunda el psiquismo infantil? “Cuando este temor alcanza su punto culminante, les obliga a someterse automáticamente a la voluntad del agresor, a adivinar su menor deseo, a obedecer olvidándose totalmente de sí e identificándose por completo con el agresor”.
De la resistencia al miedo, del miedo al sometimiento, del sometimiento a la identificación. Como sustituto de operación defensiva, la identificación con el agresor conlleva un proceso de desrealización: el agresor deja de ser la persona externa y se transforma en un aspecto propio, con lo cual el vínculo de ternura puede permanecer inmodificado. Así, “por identificación, digamos que por introyección del agresor, éste desaparece en cuanto realidad exterior, y se hace intrapsíquico; pero lo que es intrapsíquico va a quedar sometido, en un estado próximo al sueño -como lo es el trance traumático- al proceso primario, es decir que lo que es intrapsíquico puede ser modelado y transformado de una manera alucinatoria, positiva o negativa, siguiendo el principio de placer. En cualquier caso la agresión deja de existir en cuanto realidad exterior y, en el transcurso del trance traumático, el niño consigue mantener la situación de ternura anterior”.
Ahora bien, ¿cuál es la consecuencia psíquica en el niño de la identificación con el agresor que la angustia ha movilizado en lugar de la defensa? En este punto, Ferenczi alude a la “introyección del sentimiento de culpabilidad del adulto: el juego hasta entonces anodino aparece ahora como un acto que merece castigo”.
Si bien el niño ha logrado la conservación del vínculo tierno con el objeto externo, ha sacrificado también la integración y el equilibrio de su realidad psíquica, así como la confianza en su propia experiencia, en manos de la confusión y la disociación anímica. Porque “si el niño se recupera de la agresión, siente una confusión enorme: a decir verdad ya está dividido, es a la vez inocente y culpable, y se ha roto su confianza en el testimonio de sus propios sentidos”. A este panorama, cabe agregar la común desmentida tanto de los hechos como del impacto emocional de aquellos por parte del abusador, no pocas veces acompañada por un encubrimiento moral: “casi siempre el agresor se comporta como si nada ocurriera y se consuela con la idea: ‘Va, no es más que un niño, aún no sabe nada, lo olvidará todo pronto’. Tras un hecho de esta naturaleza no es raro ver al seductor adherirse a una moral rígida o a principios religiosos, esforzándose con su severidad por salvar el alma del niño”.
Los efectos traumáticos en la experiencia infantil no se harán esperar: a partir de una interrupción de la historia de vida y una ruptura del contexto habitual, acontece, o bien una sexualización de los vínculos y una exaltación de la propia sexualidad, o bien una inhibición masiva respecto de todo lo sexual, sea propio o ajeno. En ambos casos, lo que predomina es una confusión enloquecedora. A partir de la confusión de lengua, la pasión adulta es, literalmente, introducida por forzamiento en el campo de la ternura sexual infantil. Así, “las víctimas están confrontadas, de una manera brutal, a la visión concreta de una sexualidad adulta que es percibida como intrusiva y violenta, sin poseer los elementos que le permitan comprender lo que está pasando. La confusión está reforzada por la ambigüedad de las actitudes del abusador, que trata en todo momento de presentar el abuso como normal y legítimo en la relación entre adultos y niños de una familia”. Acaso como defensa frente a la confusión, no pocas veces acontece un desarrollo hipertrófico de la inteligencia, por regla general en desmedro del contacto con la experiencia emocional.
Si hemos tomado como paradigmático el abuso sexual por parte de una figura paterna hacia la niña o el niño, ¿qué sucede con la madre? Frecuentemente, la madre tiende a posicionarse como esposa cómplice o inocente , y a deshacerse de los indicios de abuso sexual, descalificando la experiencia infantil. “En general, las relaciones con una segunda persona de confianza, por ejemplo la madre, no son lo suficientemente íntimas para que el niño pueda hallar ayuda en ella; algunas débiles tentativas en este sentido son rechazadas por la madre calificándolas de tonterías”.
El abuso sexual ha terminado por ejercer un trabajo de deshumanización, colocando al niño en posición de objeto: el acatamiento opaca a la creatividad, y los procesos de maduración, dada la presencia de un ambiente obstaculizador, pasan a estar disponibles para la formación psicopatológica: “el niño del que se ha abusado se convierte en un ser que obedece mecánicamente o que se obstina; pero no puede darse cuenta de las razones de esta actitud. Su vida sexual no se desarrolla, o adquiere formas perversas; no hablaré de las neurosis y de las psicosis que pueden resultar en estos casos”.

III. Reflexiones finales
Un aspecto fundamental de las puntualizaciones precedentes es la consideración de que el niño, frente a la imposibilidad de modificar la situación externa, transforma su propio psiquismo, de modo tal que “la personalidad aún débilmente desarrollada reacciona al desagrado brusco no mediante la defensa sino con una identificación ansiosa y con la introyección de lo que la amenaza o la agrede”. Asimismo, el efecto traumático es perpetuado por “la ausencia de un medio bondadoso, comprensivo, vivaz”.
¿Y cuáles son las funciones del analista frente a una persona que ha sufrido una experiencia de abuso sexual y cuyo medio ha contribuido a cronificar sus nefastas consecuencias desubjetivadoras? Diremos: escuchar lo que ha sido silenciado y ver lo que ha sido invisibilizado; no caer en interpretaciones cómplices que justifiquen o minimicen el delito, ni retraumatizar al paciente con un vínculo frío y distante amparado en la “neutralidad”; validar la realidad material de los hechos y contribuir a deshacer la introyección del agresor; trabajar hacia la recuperación de la historia interrumpida, por medio de la gradual y siempre dolorosa elaboración del trauma sexual.

BIBLIOGRAFIA
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